Nunca he sido de ese tipo de persona, romántica
empedernida, que querría viajar a París, en febrero y con gorro, y alojarse en
un pequeño estudio en el corazón de Montmartre. Pero lo hice.
Y París no es como la pintan, es más bonita aún. A
pesar de que el color en sus calles sea prácticamente inexistente.
Mi primer contacto con la ciudad se podría
calificar de estrafalario: almorzando en un McDonalds, frente a un sexódromo en
el Boulevard Clichy, con la maleta entre las piernas. Lleno de niños que no
paraban quietos. Y todo para hacer tiempo a que la casera que me iba a alquilar
el estudio durante unos días, llegara a su casa de hacer la compra.
Marianne resultó ser una treintañera alegre y
extrovertida, que se esforzaba por hacerse entender en castellano. Y el
estudio, en plena Rue Lepic, al lado del Moulin Rouge, incómodo y diminuto.
Pero no cambiaría por nada del mundo la experiencia de despertarme cada mañana,
y nada más salir por la puerta, encontrarme con una pequeña calle llena de
puestos de flores y frutas en plena acera.
Fue dejar los bártulos y salir a la calle. Sin
importar el mes en que nos encontrábamos salía el sol y se disfrutaba de buen
tiempo, por lo que me encaminé por las callejuelas del bohemio barrio
Montmartre hasta la basílica del Sacre Coeur. Y éste es uno de los mejores
recuerdos que guardo de la cuidad; la imponente escalinata que lleva hasta la
basílica llena de gente sentada escuchando a un único hombre, africano, tocando
y cantando su versión de “No woman, no cry”. Los sentimientos que me inundaron
ante tal estampa me acompañarían durante todo el viaje.
París no es una ciudad que se pueda disfrutar en su
totalidad aun que pasaras una vida entera en ella. Y yo me propuse verlo todo.
He de decir que esto me causó algunos problemas técnicos, pero nada más grave
de que mi acompañante se frustrara por tener que acompañarme durante tres días
seguidos al Louvre.
Como he mencionado antes, París es una ciudad gris.
Preciosamente gris. Parece que todos los edificios, monumentos, personas y
cosas se rigieran por el mismo patrón. Y esta es una de las cosas que la hacen
ser lo que es. Detalles como las puertas de los parkings privados y públicos en
madera oscura y de tres metros de alto, las bohardillas decimonónicas -o asimilándose
a las decimonónicas-, los colores oscuros predominantes en el vestuario de la
gente, la piedra en tonos grisáceos o marrones, edificaciones de metal… Solo
unos pocos puntos dan color a la ciudad: el Moulin Rouge, el Centre Pompidou, y
las fruterías y floristerías con toda su mercancía robándole sitio a los
peatones.
Lo mejor es que a nada que sales de los itinerarios
turísticos, puedes disfrutar de un ambiente típico parisino. No es difícil encontrar
una cafetería desierta donde tomarte una buena crêpe y un café, tampoco lo es
encontrar un sitio delante de un cuadro en el Louvre. Eso sí, tienes que saber
buscar (y quizá vino bien que fuera Febrero).
Hablando de buscar un sitio delante de un cuadro.
Es impactante comprobar cómo las personas son presas de las modas. Cómo pueden
hacinarse cientos de cuerpos frente a un cristal que separa La Gioconda unos
tres metros, teniendo justo al lado obras de da Vinci mucho más impactantes y
envueltas de mayor misterio, como La Virgen de las Rocas. Así es como dediqué media hora de
mi vida a estar completamente sola y en armonía con el cuadro, disfrutando de
una de las realmente obras maestras de Leonardo, que parecía aguardar casi con
envidia a los visitantes que contemplaban La Gioconda.
Como toda española también quise disfrutar de la
noche parisina, rebosante de actividad. Y sin haber buscado información previa
terminamos en un bar de dos plantas: una inferior dedicada a cabaret y una
superior dedicada a música en directo, donde cualquier persona sin vergüenza
podía subirse a deleitar al público.
Por último, y como flashback, me quedan unas imágenes: mirar hacia arriba en el interior de la catedral de Notre-Dame y no ver el techo entre tanta oscuridad, los copos de nieve rozando la Torre Eiffel, el desayuno más copioso que nunca he tenido delante de mi en la cafetería donde se rodó la película Amelie, parisinos abriendo la puerta del metro y saltando fuera antes de que se hubiera parado del todo, tiendas pequeñas y coquetas, personas amables y risueñas, tejados, niños patinando en una pista de hielo improvisada frente al Museo de Orsay, un párroco de una pequeña iglesia tocando la harmónica y riéndose a carcajadas, perderme literalmente en el Pompidou durante horas, y las miradas hacia atrás que dejaba en todos los sitios a los que me he propuesto volver.
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